martes, 20 de julio de 2010

Destinos (Prólogo)




Prólogo Vía de escape



Luces. Sonidos. Alarmas.


Y la pequeña corría sin saberlo hacia su perdición. Pero, ¿qué iba a saber ella? Su subconsciente le obligaba a correr sin mirar atrás. Nunca mirar atrás.

Oía pasos apresurados cerca. Le pisaban los talones y ella no sabía dónde esconderse. Mirase donde mirase, todo se le antojaba igual de macabro y oscuro. Aquella ciudad era demasiado…fría. Tanto metal y tanta luz impedía ver el cielo, encapotado por los gases tóxicos de innumerables fábricas humanas. ¿Dónde debía ir? Ni ella misma lo sabía. “¡Corre! ¡Vete, huye!” Aquellas palabras fueron las últimas que escuchó de la boca de su hermano, antes de perderle de vista. Se sentía abandonada. Se sentía sola y olvidada por todos. Sabía que ella era tan sólo el cebo para aquellos hombres; para que sus dos hermanos escaparan. La habían utilizado.

Lo único que impedía que las lágrimas aflorasen en sus ojos era el nudo que yacía en su garganta. El miedo, la impotencia. Algo le decía que moriría allí, pero moriría por sus hermanos. Los que la habían abandonado.

¿Eso estaba bien?

Las piernas le flaqueaban. Ya no podía correr más. Los soldados imperiales la encontrarían y ella no podría hacer nada por evitarlo. “Al menos” pensó “Espero que Derik… esté bien”

Ellos tres siempre habían deseado escapar de allí. La ciudad los asfixiaba y bien sabían que aquel sitio no era su lugar. Aquel humo infernal, aquel cielo sin luz, donde se les inculcaban valores que nada tenían que ver con los principios de los humanos. La joven, desde pequeña, siempre había escuchado hablar a los mayores acerca de algo llamado “naturaleza”, “árbol”, “flores”, pero hasta muchos años después, no supo a qué se referían esos términos. Su hermano Derik era demasiado pequeño, y no sabía leer, pero ella y su hermano mayor investigaron asuntos prohibidos en aquella sociedad. La naturaleza. El origen de la vida.

Se decía que, más allá de las murallas de las ciudades, existía otro tipo de vida. Aquellos libros tan primitivos, de hojas y cubierta de cartón, hablaban acerca de un cielo azul cubierto de nubes blancas. Hablaban del Sol, siempre visible en el cielo, y de la Luna, acompañante de la noche. Esos libros hablaban acerca de las distintas especies que habitaban aquellos lugares; corrientes de aguas puras y cristalinas, mares y océanos interminables. Ella jamás supo imaginar el agua de otra forma que no fuera turbia y arenosa, ni tampoco supo imaginar que no costara nada encontrar aquella sustancia . En la ciudad, aquel que podía comprar agua, debía de ser rico o tener buenos enchufes en el estado. Sus padres eran agentes de policía del cuerpo nacional, por ello, en su casa jamás faltaba el agua. Pero ella se encogía de miedo al salir a la calle y ver los cuerpos desnutridos y esqueléticos de aquellos que carecían de agua y comida: su piel reseca, sus calvas prematuras, diferentes deformaciones. Tenía miedo de verse así algún día. En aquellos tiempos las enfermedades eran más contagiosas y la población moría sin remedio. El oxígeno también era escaso. Aquellos que no eran capaces de pagar por el aire que respiraban, eran destinados a habitáculos minúsculos con enormes maquinarias que respiraban por ellos. La verdad de aquello, es que eran cementerios donde enviaban a las familias que ni trabajaban ni hacían nada por la sociedad. Y allí morían, abandonados por todos, como ratas.
Pero al gobierno no parecía importarle. Una sociedad demacrada por el paso de los años.

Lo que más le llamó la atención fue… aquel árbol.

Había un papiro entre las hojas de aquellos libros. Un papiro del que apenas se podía leer algo, pero ella pudo ver perfectamente que hablaba sobre el origen del mundo.
Y aquel que había traído la vida, era un árbol. Un gigantesco árbol que se encontraba en el corazón del mundo; un árbol de hojas doradas como los atardeceres. El origen de la vida, protegido por los más misericordiosos seres. Por aquel entonces era sólo una niña que soñaba con otros mundos, y aquella historia consiguió fascinarla por completo. Se imaginaba a sí misma, protegiendo a aquel árbol de monstruos que querían acabar con él. Se veía empuñando armas primitivas, como espadas y hachas. Así sentía que escapaba de la rutina y de su cárcel: su hogar.

Ella y sus hermanos apenas salían a la calle. Sus padres siempre estaban sentados en unos butacones enormes, con aire que les enfriaba la casa, observando una gran pantalla donde se les mostraba lo que sucedía en el mundo. Era imposible estar fuera de casa con el calor y el humo asfixiante de la ciudad. La capa de ozono había sido destruida casi por completo, y el dióxido de carbono había elevado la temperatura ambiente diez grados por encima de lo normal.
En aquella metrópoli, tan pobre y tan vana, no había siquiera refrigeradores por las calles.

Pero lo que más le fascinó a la muchacha, absorta en los libros, fueron aquellos bosques de los que hablaban. Interminables manchas verdes donde se respiraba la paz. Allí llovía sobre enormes alfombras carmesíes y de oro. Ella soñaba y soñaba despierta.
- Oye – le dijo una vez la bibliotecaria – Esta sección está restringida. Aquí no se puede entrar.
Ella sonrió amablemente, asintiendo, y salió del edificio andando tranquilamente, mientras se llevaba unos cuantos libros en el interior de su mochila.

Y así pasaron los años, leyendo libros. Su hermano mayor parecía más emocionado que ella incluso, aunque la joven se dio cuenta, mucho después, que lo que su hermano sentía era temor.

Y de eso se percató la noche que irrumpió en su habitación, con los ojos desorbitados y temblando de arriba abajo.
- Le buscan. Le están buscando, pero no lo pueden encontrar. ¡Le matarán¡ - Apartó su edredón y la zarandeó - ¡Alba, maldita sea! ¡Corre! ¡Vete, huye!

Mientras su hermano se llevaba al pequeño Derik en brazos, ella se encontró en medio de una calle desierta, sola, y angustiada. No sabía qué estaba sucediendo, pero si olía a la muerte en casa esquina. Y poco después, oyó pasos. Oyó voces. Y supo entonces que la perseguían. Que no había marcha atrás. Y ahora se en encontraba en aquel lugar, huyendo de sombras.

Pero al girar una esquina, se encontró de bruces con un hombre, y los dos cayeron al suelo. La joven intentó soltarse de las manos de él, pero era demasiado fuerte. Fue entonces cuando una voz cálida e interior la tranquilizó.

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La temblorosa joven alzó el rostro y se encontró con un hombre mucho mayor que ella, que le sonrió con ternura. Alba no pudo hacer otra cosa que dejar de forcejear y rendirse. Si le había llegado la hora, ella ya no podía hacer nada. Entonces fue cuando las lágrimas salieron de sus ojos.
- ¿Qué está pasando? – sollozó – Me quieren matar… me quieren matar…
El hombre de cabellos largos y rubios la abrazó, intentando tranquilizar a la niña.
Nadie, jamás, te va a tocar. Nadie te va a matar – su voz le sonaba lejana, segura.
Y, cuando miró al hombre a los ojos, supo que jamás olvidaría aquella mirada de color almendra, casi verde.

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