miércoles, 30 de junio de 2010

Venecia





Era curioso bajar del avión y asumir que ya no estabas en casa.
Miraras hacia donde mirases, te cruzabas con las miradas de personas con la que nunca jamás volverías a hacerlo. Culturas y voces distintas a las que estabas acostumbrado. Carteles de calles en otro idioma. Aquellos curiosos que miraban tus maletas pesadas y un aire cálido proveniente de un mar tranquilo.

Esperabas sentando en un autobús llegar. Un joven tarareaba una canción, muy despacio, en italiano. Te hizo gracia y sonreíste. Eran ya las seis de la tarde y el sol se tornaba de un dorado cálido. Campo, flores, casas con encanto y vías de trenes. Todo se te hacía tan familiar como si siempre hubieses vivido allí.

Te bajaste en tu parada y respiraste el aroma salado. Ya estabas allí. Colgaste tu mochila al hombro y tiraste con lentitud de tu gran maleta de ruedas. Las grandes baldosas antiguas resonaban bajo tus pies y descubriste a su vez miles de turistas más. Caminabas lentamente observando aquellos edificios antiguos, que abrían paso a miles de callejuelas pequeñas, de colores vibrantes y llenas de recodos mágicos. Cruzaste un puente con lentitud, para descubrir que había cientos más. El agua de los canales resonaba con una meldía ancestral en todas las calles de la antigua Venecia. Se te entojó lejana su recuerdo, como si la misma ciudad te quisiese transmitir algo.

Cada pared guardaba miles de recuerdos de generaciones pasadas. Una ciudad sobre el agua. Callejones oscuros iluminados por la luz del sol que se colaba entre los pequeños recodos que dejaban libre las enredaderas, que jugaban entre los techos de las casas más bajas. Algunas plazas de un blanco inmaculado dejaban lugar a maravillosas catedrales de cuidados detalles y magníficas esculturas. La ciudad parecía que te hablaba, las calles resonaban de luces, oro y máscaras. La gente pasaba, sonreían. Las plazas rebosaban de vida, de bares y de jóvenes.

Antes de llegar, cayó la noche. Las luces de las calles iluminaban tenuemente las ondulaciones de las aguas de los canales. Gondoleros cantaban y paseaban a parejas en sus barcos por los antiguos canales; los mecía, los acunaban. La ciudad les prometía amor eterno, juventud y magia. Igual que magia tenían los leones adosados en cada esquina, en cada calle en la que te quisieras perder. Los cantos de sirenas perdidos en lo más profundo del mar, que querína adentrarse en Venecia y besar sus calles, y cantar a la noche serenatas hermosas y acompañar a todo aquel que desease perderse unos instantes en aquellas calles interminables, en su dulzor, en el misterio que guardaban los palacios milenarios y en el brillo de la luna sobre el nácar de sus puentes.

martes, 29 de junio de 2010

Never free.



But my dreams they aren't as empty, as my conscience seems to be. I have hours, only lonely. My love is vengeance, that's never free.

lunes, 28 de junio de 2010

Reduciendo historias




Que si el barco se hundiera, yo seria el capitán, y este no es mi barco y yo no soy de nadie, tampoco sé nadar...


Sabe que la vida oprime, que sangra y no late. Le apacigua la tranquilidad del ambiente y la propia rutina. Quiere tener un techo para vivir, un cuarto que refleje el mundo entero y una mesa para apoyar los pies. Desea descansar tras una jornada de trabajo en un sillon, rodeado de paredes que le ofrezcan calidez y unos brazos que le prometan amor eterno cada noche. Desea una sonrisa, un adiós cuando se vaya y un te quiero al volver.

Pero la vida le pesa tanto como los años y quiere escapar. Escapar de todo lo que le rodea y todo lo que le oprime el pecho. Inconformista consigo mismo. Inconformista de la propia realidad y de sus funcionalidades. A veces incluso desea no ver más allá por miedo a lo ajeno. Se ahoga y no sabe nadar en esas aguas profundas. A veces cree hundirse, otras tantas cree flotar.

Ama un gesto. Ama un detalle. Quiere. Desea. El querer y el no poder. Quiero vestir de luces su oscura mirada, pero donde él está, ya no puedo llegar. Quiere huir y escapar. Enfrentarse a la vez. Una y otra vez. Desea tan poco; pero se le escapa de las manos. Como mi reina de las suelas gastadas. Te quiero decir que siempre queda más de lo que no puedes ver. Te quiero decir mil cosas que no te servirán. Te quiero decir que te quiero, que te quiero y que quiero más tiempo del tiempo que tengo para tenerte.

Estás en la vida, enganchado. Yo intento frenar en sus segundos. Yo te digo que no escapes. Que aceleres con la maldita prisa y que acabes con la musa de la vida.

Que tú puedes.

viernes, 25 de junio de 2010

Dos mil treinta y dos (1)





“ Querida Alice:


Hace tantos meses que no tienes noticias mías que, supongo, me creías muerto. Y si pensabas eso no ibas desencaminada, querida.

No me queda mucho tiempo en este mundo.

Me hubiera gustado despedirme de ti de otra manera, pero bien sabes que en estos momentos me es imposible.

Este desolado lugar, en el que no habita siquiera un insecto, rodeado de montañas y árido, es el último lugar dónde podemos escapar de la “ceguera”. Aún así, este viaje que emprendí en busca de un recodo de paz , no es ni más ni menos que una búsqueda que acabará en muerte.

Sé que es muy precipitado, pero sé cual será el destino de la humanidad, y llegará muy pronto tal catástrofe. Por ello te pido, Alice, un último deseo, de este hombre que te amó y te ama… y te amará.

Condúcelos a todos a este lugar. Sálvalos. Junto a la carta viene un mapa, una serie de indicaciones y pistas. No es fácil, pero sé que puedes, porque tú eras la que debía haber encontrado este recóndito paraje. Pero tus ojos… tus ojos ya no pueden ver.

Me acuerdo de aquel día que me levanté a tu lado, con la luz dulce de la mañana, y al abrir tus ojos descubrí el leve color blanquecino, en vez de tus vivos ojos verdes. Alice, Alice… si te hubiera llevado conmigo antes, quizá ahora…

Tu recuerdo se me hace etéreo. A veces tengo la sensación de que nunca has existido…
Alice… vuelve aquí. Trae contigo a toda la humanidad, sálvales.
Sé que puedes, siempre has podido. Y yo te estaré esperando en este lugar, para siempre.


Siempre tuyo,

Jake."

jueves, 24 de junio de 2010

Inmaterial



Todo es mentira. Un mero sueño, una realidad confusa, un baño de sangre vivo y susurrante.
Mis recuerdos son difusos, allá donde llega el mar y se pierden las montañas. Allá dónde la vista nunca alcanza, quizá porque no somos capaces de ver, de percibir; de oír. O quizá… porque no queremos verlo y nos encerramos en nuestro pequeño habitáculo transparente y a la vez oscuro.
¿Hablo por mi misma? ¿Hablo por los dos, o por la humanidad? ¿Qué quieren decir mis palabras, qué quiero reflejar? Son preguntas sin respuesta, como aquellas que me ofreciste una vez, sin mi consentimiento, sin mi permiso.
Siempre te hablo a ti, en mis oscuros pensamientos más íntimos y macabros. Siempre hay un espacio para ti en mí. ¿Por qué? Quizá porque necesites responder tus propias preguntas. Quizá porque necesites conocer a través de mí un mundo nuevo, un mundo antiguo. Unos pensamientos de luz, mezclados con unas ideas nuevas.
Siempre pensé en todo ello con un halo de tristeza. Todo lo que me enseñaste se perdió, de una forma u otra, porque sé que no tenías razón, y mi subconsciente se aferró a la esperanza de olvidar tu recuerdo. Un recuerdo que yo mantenía vivo, y que aún mantengo. No sabes cuánto me duele.
Aquella vez, cuando me tendiste la mano, cuando tu alma se fundió con la luz dorada del atardecer, mis sentimientos se contradijeron.
Podía atisbar su sonrisa a través de un cristal. Podía verte, pero no podía sentirte. No sé que quería, y sigo sin saberlo. Te tengo miedo, pero te necesito.
Necesito resolver mis dudas sobre la humanidad. Necesito un guía en mi vida, y ese guía fuiste siempre tú. Sólo tú.
Soy humana, como bien sabes. Y una vez, recuerdo que me dijiste que era demasiado pura y blanca como para ser una de ellos. Tenías razón. No sabes cuánto me duele ver la ambición en los ojos ajenos…
Y cuando sé que tengo que escapar, que tengo que huir, de todos aquellos que no me comprenden ni quieren hacerlo, de aquellos que no quieren sentirme, me acuerdo de ti.
¿Qué fue de la amistad, del valor, de la justicia? ¿Por qué ahora todo se mueve por el dinero y el interés?
¿Por qué hasta en la más absoluta justicia hay resquicios de maldad y corrupción?
Quizá… soy demasiado ingenua para comprenderlo.
Y ellos siguen hablando de riquezas, de avances tecnológicos, de la evolución del ser humano, de nuestros descubrimientos…
Hablan de todo ello como si fuésemos grandes seres; seres que han conseguido traspasar las barreras de lo animal y lo lógico.
Pero se equivocan, pues han dejado atrás lo más importante.
Sus valores como ser humano, lo único que los distingue de los animales, digan lo que digan.
Y yo me siento ajena a todo ello. No soy… no soy como quieren que sean. ¿Lo intento? No lo sé.
Inventamos máquinas, nos creemos superiores. Hemos abandonado al esfuerzo. El afán por conseguir nuestras empresas imposibles, lo hemos dejado en las manos de máquinas…
El honor, la lealtad y la verdad también lo hemos dejado atrás. Porque ahora sólo importa el dinero, la riqueza, el que tiene más es el más importante.
El liderazgo se ha vuelto corrupto, pues ya no se busca el bienestar del pueblo, si no la riqueza que éste puede aportarle, porque para ellos sólo somos un preciado ganado al que hay que cuidar, para que le aportemos dinero, dinero y dinero, y robarnos el que nos pertenece.
La gente se traiciona para sacar provecho de ello.
El orden de los valores altera nuestra vida, porque lo más importante lo hemos dejado atrás, en lo más hondo de nuestra alma, y quizás ya nunca lo podamos recuperar.
Quizá mi alma sea lo único que tenga, después de todo. Quizá es lo verdaderamente importante. Lo inmaterial, lo que nos hace felices.
Quisiera poder encontrarme a mi misma. Poder encontrar lo que siempre busqué en ti. Un resquicio de luz.
Por eso me atormento desde aquel día. Desde el día en el que me tendiste la mano y me preguntaste: ‘’¿Quién eres?’’
No supe qué responderte. Aún sigo sin saberlo.
Me sonreíste, como se le sonríe a un niño perdido para tranquilizarle, como se le sonría a un anciano que está a punto de morir.
‘’Yo… soy parte de ti. De todo lo que me has enseñado, de todo lo que he aprendido de ti. Yo soy un reflejo, un espíritu. Pero no soy tú.’’
Me sonreíste de nuevo y me tendiste la mano.
‘’¿Quién eres?’’
Y te marchaste. No pude ir contigo. Porque no sé quién soy. O no quiero aceptarlo. Quizá soy como una de esas estrellas cuyo brillo es tan cegador que no pueden verse a sí mismas.
¿Por qué es tan irónico? Eso no es cierto. Acabo de comprenderlo. Y nada tiene sentido. ¿Para qué he caminado tanto? ¿Por qué tanto camino? ¿Tan sólo… para resolver una de tus preguntas?
¿Quién soy?
No quiero darme cuenta. No quiero. Me miento a mi misma. Pero ya no puedo.
No quiero darme cuanta de que soy una humana. Un monstruo. Que no soy capaz de perdonar a los míos, que no soy capaz de encontrar en mí un resquicio de luz. Una esperanza de salvación para mi especie. Algo de humanidad en mí, en todos.
Y, puede que, esa sea mi perdición. Mi perdición y la de todos. No poder abrir los ojos cuando ya me he dado cuenta de lo que soy.
No puedo rectificar. En mis genes está. Soy un monstruo, como todos ellos.
Y así será.

domingo, 20 de junio de 2010

Ismael




- Papá - susurró el niño - papá, tengo sed.
El hombre salió de su ensueño y miró a su hijo que apoyaba la barbilla sobre su pierna, con una amplia sonrisa que dejaba ver una mellada entre sus dientes. Su padre le alborotó el pelo cobrizo.
- Ven Luis, vamos a la tienda que hay en la esquina del parque.
Los ojos del pequeño de iluminaron con dulzura.
- ¿La tienda de la señora que tiene el perrito?
- Si.
Ismael se levantó con cuidado y agarró a su hijo de la mano. El niño brincaba y canturreaba alguna canción que le habría enseñado su madre.

Bordearon el camino del parque y vieron a distintas parejas que llevaban a sus hijos a disfrutar del sol un día de domingo. Ismael echaba de menos en aquellos momentos a su mujer, a la que aún amaba a pesar de haberle pedido el divorcio años atrás. Aún podía recordar el perfume de su pelo cada mañana y el olor acaramelado de su cuerpo cuando despertaba junto a él, cada día, y ella se desperezaba librándose de su dulce abrazo. Un beso, una caricia. Una taza de café y el olor inundando la casa. Su boca pequeña y su leve voz. Pero ella se fue apagando, e Ismael no quiso darse cuenta. Y cuando todo acabó, cuando hubo de terminar el amor con una firma sobre el papel, él comprendió muchas cosas. Que ya no habría más paseos agarrados de la mano. Que ya no compartirían más amor juntos, con su hijo. Que ya no podrían inculcarle juntos todo aquello que un día desearon hacer. Que ya no habría más Ismael y Ángela allá donde fueran. ¿Tú eres el marido de Ángela? No. Yo solo soy Ismael. Solo Ismael. Solo. Estoy solo. Y ella no sé dónde está. Sola también.

- ¡Papi mira! - dijo el pequeño, señalando una bebida con un envase de colores estravagantes. - El novio de mamá me lo compra siempre.
- El novio de mamá... - suspiró Isamel - ¿Es bueno contigo, Luis? ¿Es bueno con mamá? ¿No la hace llorar? ¿Ella... está siempre bien?
El niño le miró, intenando ver más allá de las palabras de su padre con una tenue inocencia.
- Mamá siempre está sonriendo. Y está más tiempo jugando conmigo. Todas las noches me lee los cuentos que tú le escribiste. Su novio me regala muchas cosas y mamá dice que me quiere mucho.

Ismael le tendió la bebida a su hijo y lo alzó en brazos.
- Y tú, ¿me quieres a mi? ¿Aunque no pueda estar contigo siempre?
Luis sonrio y abrazó por el cuello a su padre, hundiendo sus mejillas sonrosadas en el cuello cálido de él.
- Papi - sollozó - Te echo mucho de menos. Vuelve a casa papi. Mamá no me lee los cuentos como me los lees tú. Y el novio de mamá no me pinta mis dibujos favoritos ni juega conmigo. No te vayas más papá.




La piedrecita estalló contra la superficie de agua inmaculada, saltando de nuevo y hundiéndose en el agua.

- ¡Otra vez! ¡otra vez! - gritó Luis.
Ismael cojió otra piedra y la lanzó al agua. Ésta volvió a saltar dos veces. Miró a su hijo, vio como sonreía. Y también vio que faltaba algo. Algo muy especial para el niño y que no tenía. ¿Ángela lo estaría haciendo bien? ¿Le estaría inculcando todo lo que ambos aspiraban en la vida? ¿Todos aquellos valores que una vez compartieron? Sin embargo, allí estaba Luis. Creciendo poco a poco, sin él a su lado. Sentía cada vez más lejos a su hijo, y sentía aún más hondo en su alma el no poder crecer junto a él. Que le contase su primer problema. Su primer beso. Su primer trabajo. Ya no podría compartir la vida de su hijo.

- ¡Papi mira! - dijo, señalando hacia la tienda - ¡Es la señora con el perro! ¡Papi vamos!
- Luis, espera...¡Luis!
El niño corrió, corrió como nunca lo hizo. Con una sonrisa en los labios de inocencia. Su vista sólo miraba hacia el perro de color canela que le ladraba a lo lejos. La suave brisa. La negra carretera.

- ¡Luis! ¡LUIS PARA! ¡LUUIIS!
Un frenazo. Un golpe seco y rudo. Gritos a lo lejos y ojos vacíos. Unas ruedas derrapando y un grito. Un grito sólo.

Ismael quedó de pie. Sólo eso. La gente se arremolinaba en la carretera. Sonido de ambulancias. Silencio sordo. Y luego cayó la noche.

Ismael caminó. Hacia algún lugar. No paró de caminar. Nunca paró. Nadie supo hacia dónde. Nadie dio con él. Nadie le dijo adiós.


Nadie le dijo adiós a Ismael.

Neruda





Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos."


El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.


En las noches como esta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.


Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oir la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche esta estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.


Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.


Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.


Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.


Aunque este sea el ultimo dolor que ella me causa,
y estos sean los ultimos versos que yo le escribo.

Fragmentos




[...]
Me giré de mi asiento y miré a mi alrededor. Humo. Me quemaban los ojos, me escocían. Había algunos viejos jugando en las esquinas al póquer; otros borrachos bebiendo y otros hombres fumando y pasando el rato. Ni rastro de ninguna camarera, y dudaba mucho que pudiera llegar hasta la barra sin caerme.


De pronto, vi a una mujer singular pasearse entre las mesas del bar como si fuera su casa, sonriendo a los que allí bebían, mostrando su gran escote y contoneando sus caderas. Muchos podrían haber dicho que se trataba de una prostituta; pero yo bien sabía que no era así.

Había visto a aquella mujer, en algún lado. En alguna parte. Quizás fuera el brillo de sus ojos lo que más me llamó la atención; melancólico, fuerte, decidido, deseoso de seguir adelante y de poder superarse a sí misma.
Pero no quería hacerlo sola.
Ese brillo fue lo que me fascinó de ella. No era especialmente guapa, ni llamaba mucho la atención; pero aquellos ojos y aquella sonrisa fueron lo que me cautivaron aquella noche. Sólo aquella noche. Porque no habría ninguna más.

Y de pronto, ella reparó en mí.
Fue como si nos llamáramos, en silencio. Sonrió, o eso creí llegar a ver en su pálido rostro. Lentamente se acercó hasta mi mesa, y yo le asentí con aceptación para que se sentara. Pero no lo hizo.
– ¿Quieres que te traiga algo? Tienes mala cara – susurró, como un ángel, su voz era clara y profunda.
– Te lo agradecería.
Sabía que no hacía falta decirle más. Al poco rato volvió con una jarra de cerveza.
Se sentó a mi lado y, como leyéndome la mente, me tendió la jarra. Yo saqué la cartera, dispuesto a pagarle, pero no me dejó. Acarició mi mano, y sentí un escalofrío.
– No hace falta. A ésta invito yo.
– Vaya, gracias.
Estuvimos un rato en silencio, observando a la gente pasar, levantarse, entrar, fumar y beber. Ella, al poco rato, sacó un cigarrillo curioso, y lo encendió lentamente.
Y el humo que salió fue distinto. Especial. Se alzaba en espirales hacia el techo sobrio del bar, pesado y profundo, a la vez que liviano. Llevaba recuerdos, melodías, sensaciones… tan distinto y lúgubre a todos los que yo había olido, y no había olido pocos. ¿Hasta qué punto era distinta aquella mujer?
– No pensé que tú también fumaras.
– ¿Te molesta el humo? – dijo, casi con ironía.
– Al contrario, me gusta. Más que cualquier otro.
Ella sonrió. Seguramente estaría pensando que estaba tirándole los tejos, pero yo sólo decía la verdad.
– Eso dicen. No me preguntes porqué; yo sólo me limito a fumar. Y ahí está la clave.
No entendí muy bien su última frase, y ella pareció averiguarlo cuando me miró a los ojos.
– Oh vamos. No me mires así – susurró, y le dio otra calada al cigarrillo – En el fondo sabes de lo que te hablo. Mira este lugar. Está lleno de gente que está haciendo lo mismo que yo en estos momentos. La diferencia es que, en cada calada que doy, dejo un poco de mí. Yo fumo mientras pienso; ellos fuman mientras hacen cosas. Lo utilizan como un pasatiempo, piensan que no pueden vivir sin un cigarro más. Pero créeme, que ninguno de ellos reparará nunca en el humo que desprende su cigarro. Eso dice de una persona más de lo que te puedas llegar a imaginar.
– No te entiendo. – pero no era cierto, la entendía bien. Y ella lo sabía. Todo aquello era una metáfora.
– ¿Sabes porqué te gusta el humo de mi cigarro? – prosiguió ella.
– ¿Porqué?
– Porque desprende soledad. Melancolía. Porque fumo pensando en ello, cuando peor estoy. Y eso no es bueno, lo sé. Pero cuando no tienes a nadie, siempre tengo una caja de cigarros al lado dispuesto a escucharme y a llevar consigo mis penas. Créeme, mi mejor amiga es la soledad. Y la soledad se la lleva el humo.
– Habrá mil personas dispuestas a escuchar tus problemas. No hace falta que los ahogues en un humo enfermizo.
– ¿Enfermizo? ¿Por qué? Sabes, cuando yo me muera, o cuando desaparezca sin más, lo único que recordarán de mí será el humo de mi tabaco. Nadie me recordará. Nadie contará nada de mi. A nadie habré importado ni marcado. Sólo ese humo que se eleva. Porque ahí está todo lo que soy.
– ¿Y qué hay… de tus ojos?

[...]


Ella se miró en el espejo. Y yo la miré también.
¿Cómo sería el mundo ahora sin el brillo de sus ojos? ¿Por qué las cosas más bellas terminaban siempre por desaparecer?

– Tú... - susurré.
– No deberías entretenerte conmigo. Vete antes de que amanezca.
– Lo haré.
Y la abracé. No pude retenerme, y sé que ella también deseaba hacerlo.
La sentí tan cerca…tan cerca de mí. Todo su ser era cálido, su cabello negro era seguro. Quería tenerla allí, conmigo para siempre. Pero conmigo no estaría segura. Y no iba a permitir que nadie hiciera con ella lo que quisiera. No podía.
La miré.
La miré una última vez, y una última vez me enamoré de ella, y de aquel embriagador y agrio perfume de tabaco.
Se acabó. Nunca más lucharás sola.

Sólo recuerdo el sonido del disparo. Como una luz tenue viniendo de sus ojos, sombría, melancólica, triste… y a la vez sabia.
La sangre estalló como un suspiro enjaulado en el espejo donde ella se miró una última vez. Ya… ya era libre.
Ni de la vida, ni de la muerte, ni mía. De nadie.

viernes, 18 de junio de 2010

Dónde quedan




No hay otro camino.

Debilidad. Culpabilidad y angustia, sueño. Asperezas y entre bocas de cerezas que me pierden con su astia y ruda sencillez. Sigo adelante, cierro los ojos. Sé que me hablan pero intento no oir. No me importan sus voces. Pienso, existo. Respondo con desasosiego fingido y déspota. No me importan sus voces. Presto una sutil y superficial atención. Sonrío con ese dibujo de plástico que tan bien se ya realizar. Los colores son bonitos. Nadie nota la diferencia. No me importan sus voces. Ya lo hago demasiado bien. Incluso me comienzan a creer personas que no deberían hacer. Tan vacía y tan plana yo, tan lejos y a la vez queriendo estar tan cerca. Tan sin sentido, tan sin ser tangente. No me importan sus voces. Aquí quedo yo. No me importan sus voces. Cada vez más profundas las aguas que me mueven. Cada vez más me rodean. No me importan sus voces. Tan sólo la suya.


Y gritar que quiero reencontrarme conmigo misma. Gritarte que te quiero sólo a ti y nunca lo entenderás. Que las palabras no te bastan y mis actos son insuficientes. Que me abraces, que me abraces y no me sueltes, porque me pierdo entre la gente y su murmullo, y entre palabras tan vacías como sus miradas. Agárrame y no me sueltes, porque todo esto ya no tiene sentido. Porque todo lo que alcanzo está incoloro, si no estás tú para contártelo. Quédate y no me dejes ir, porque yo no lo haré. Porque aunque me gire mil veces, mil veces buscaré tu mirada en cada recodo y en cada espejo. Porque quiero ser una contigo, hasta el final, y si tu me dejas, ser alguien mejor.


Ya no hay otro camino.



Y me busco. No me dejo encontrar. Mil contradicciones de color del mar. Pensar que todo esto no tiene porque tener un final. Lo difícil, o la ansiedad. Entrelazaré el alma que te encontrará. Aquí ya no queda sitio para nada más.


Y para nada más siento, para nada más aspiro. Entre laberínticos recodos de una misma dualidad y los veo. Cesaré. No hay otro camino.



Ya no hay otro camino.

martes, 15 de junio de 2010

Otro cuento de hadas.


Érase una vez una joven niña, que corría por los verdes prados de las montañas, mirando al cielo, intentando olvidar.
Una niña que dejaba que sus cabellos dorados jugasen entre las ramas de los árboles, que miraba la luz del atardecer, que lloraba lágrimas de sangre.
Que no podía olvidar el dolor de su familia, de su pueblo.
Pero fue entonces cuando llego él.
El caballero de ojos azules, el príncipe de su reino.
La vio jugueteando con sus hermanos huérfanos; la vio sonreír en su más cierta oscuridad.
Se acercó a ella, la tomó del brazo, y le preguntó:
"¿Quién eres, pequeña, que tanto ansias volar y perdiste tus blancas alas de cristal?"
"No creo que a vos le interesa quién sea mi propio ser, pues hasta yo misma lo olvidé."
"¿Y porqué lo olvidaste?"
"No quiero sufrir más."
La joven le contó cómo había visto la muerte de sus padres, sin piedad, sin tolerancia, sin tupor. Sangre, dolor, destrucción. Y ellos se llevaron su inocencia y su infancia reflejada en una flor.
El príncipe se preguntó porqué no habían hecho nada sus padres, los reyes del reino. Porqué los soldados no habían aullado como lobos en una noche de luna llena tras su máximo pecado.
Se preguntó porqué tanta injusticia y a la vez… tan poco consuelo.
Y se sintió culpable de todo aquello cuando miró a la niña a los ojos y vio todo lo que le habían arrebatado de una sola vez…
Desde aquel día, se prometió una cosa.
Enseñó a la joven a soñar. La llevó a campos abiertos, le enseñó a leer las estrellas y su brillo.
Le enseñó a escuchar el bosque, a sonreír al ver el reflejo de la luz en los riachuelos y la luz otoñal de los árboles de hoja rojiza. Le enseñó a vivir, a ver la vida de otra manera, a seguir adelante, sin que nada le pesase.
Le enseñó a superar algo sin olvidarlo.
Sabía que estaba allí, presente, pero tenía que aprender a convivir con él. Y ella se sentía protegida por su mera presencia y su recuerdo.
Un día, el joven príncipe de ojos azules le dijo:
"Te quiero presentar en la corte. Que mis padres te conozcan. Que el reino entero sepan quién eres."
"No me aceptarán. Sólo soy una campesina. Nada que pueda interesar."
"Eres el ser más bello que he contemplado en toda mi existencia. Sólo que tú aún no has abierto tus ojos de luna de plata."
Más tarde la llevó a palacio. Sus padres la conocieron, el reino entero festejó con alegría la unión de ambos jóvenes.
Sin embargo, los reyes, miraban con ojos negros a la joven a la que su hijo amaba.
Con el tiempo, hubo muchas guerras por la ocupación del reino. Pero el príncipe liberó todas las batallas con presteza y agonía, saliendo airoso de todas ellas.
Hasta que un día, al príncipe lo hirieron de muerte y la pequeña princesa sin corona y sin sueños lo estuvo cuidando, amarga en sus sueños, en sus esperanzas.
"Si yo fuese guerrera…si yo pudiese protegerte…" Le dijo la joven.
"Yo soy el que tengo que protegerte a ti. A tu alma…"
"¿Por qué?"
Así que a la guerra siguiente, la princesa dejó a su amado en la habitación, dormido, cojió su armadura y se presentó al campo de batalla.
No para proteger a su reino, que tanto dolor le dio, si no para proteger a su amado, a su príncipe, a su sueño escondido.
Y cuando iban a clavar la espada en su corazón, dando final a su eterna amargura, él apareció allí, su caballero de ojos azules, interponiéndose entre la muerte y ella, el filo y la razón, lo eterno y lo real.
Dándole otra oportunidad de vivir, de verlo todo sin él…¿pero cómo, cuando sólo el mero brillo de sus ojos ya significaba lo inmortal para ella?
¿Qué iba a hacer cuando incluso muriese su recuerdo?

Y aquella noche llovieron rosas negras, que cubrieron el ataúd del príncipe de ojos azules, que fue llevado a una cámara bajo el castillo.
Allí, obligaron a encerrar a la princesa.
"Si tanto le amas, quédate con él hasta el fin de tus días."
La joven sabía que nunca había sido princesa. Que le habían obligado a quedarse allí sólo para que no reinase.
Que sus cenizas no contagiasen nada…

Y hoy en día sigue ella allí abajo, sentada en su silla de piedra, mirando su fúnebre ataúd de cristal, donde no podía ver los ojos de su príncipe…aquellos que le daban la vida.

Todos creían ver miles de diferencias entre ellos. Créeme cuando te digo que… ésa era la única que los separaba.

Far away.




Me desperté en mi cama, como otro día cualquiera, con la misma luz bordeando entre mis cortinas, y con las mismas sábanas pesadas de siempre. Me desperté deseosa, como siempre, de un café a medio acabar y escuchar insulsas conversaciones desde mi ventana de la cocina. Esperaba leves susurros. Y no oí nada. Me encontraba sola, en el salón, esperando que alguien llegase a casa. La cama de mis padres, tan bien hecha y con sus cojines por encima de la colcha, parecía decirme que no esperaban su regreso. Incluso los rincones parecían que me hablaban y me susurraban cosas inaudibles para mi. El mundo entero se movía lentamente y yo con él, pero todo parecía inmóvil a la vez, junto con la luz dorada del sol joven que bañaba cada rincón de mi casa vacía.

Pasaron horas. Y nadie llegó. Todo seguía en el mismo sitio y yo hacía las mismas cosas, con la misma melodía tardía del tic-tac del reloj antiguo. Cojí el móvil y marqué el número de él. No lo cojió. Mis padres tampoco lo hicieron.

Los libros también parecían abandonarme. Los abrí y sus letras se desvanecían hacia abajo como si de ríos de oscuras y profundas aguas se tratase, quedando páginas blancas y solas.Como queriéndome llevar con ellas. Cerré la tapa dura y me tumbé boca abajo en mi cama. Jamás había notado sábanas tan frías ni vaivén del viento tan desosegado. Me giré mil veces y mil veces me encontré incómoda. Me giré otras cientos y sólo encontré huecos entre mis sábanas incómodos y lúgubres. Me levanté, me vestí y ni siquiera me miré en el espejo. Quizás mis pelos de color de ceniza y mi cara de conformista espantase a cualquier ser vivo. O quizás fuese por esos pantalones deshilachados o esa camiseta descolorida que decían a gritos lo que ni yo misma me atrevía a decir sobre mi. Salí a la calle.

Mis oídos me engañaron. Escuchaba cada conversación ajena. Cada pensamiento del que se me cruzaba. Cabezas agachadas y sin aliento. Conversaciones que rozaban lo superfluo y lo subrealista. Me senté en un parque, tumbada sobre el césped, sintiéndome ajena a todo aquello, y gris, sobre todo gris, en comparación con un colorido y estridente lugar pintado a brochetazos muy leves.

Luego le vi. Le vi a él, junto a un pequeño estanque del parque, echando de comer a los peces. Su mano se movía con lentitud, y a la vez triste, como intentando alcanzar algo en el aire que no podía. Intentando ser mejor. Como desgarrándose por dentro. ¿Desde cuando había envejecido tanto? Y a su lado una mujer. No era demasiado bella ni demasiado especial, pero quizás le comprendía. Quizás ella dejaba de lado sus cosas por él. Quizás ella podía darlo todo sin pensar en las consecuencias. Quizás le atendía en todo momento. Quizás le quería tanto, demasiado, como nunca antes nadie lo había hecho. Quizás le dio todo lo que nadie pudo darle y le encontró un sitio en aquel mundo, cálido, y junto a ella. Y yo sabía que para él, eso era suficiente.

No sé si me vio. Me levanté despacio, caminé lentamente. Me pesaban los pies y un dolor incontenible se hacía más agudo en mi pecho. Las nubes que pasaban lentamente y parecían caer sobre mi. Yo no soy lo que nadie espera, me dije mil veces, como para convencerme de algo. No soy lo que nadie espera.

Caminando hacia el mismo estanque vi entonces a mis padres. Me quedé quieta. Sonreían como nunca les había visto hacerlo. Dos niños pequeñós correteaban a su alrededor y sonreían. Mi padre abrazó a uno de ellos y lo alzó por encima de su cabeza. Mi madre le abrazó por detrás. No sé quiénes eran esos niños. Ya no sé ni quién soy yo. ¿Alguna vez habrían sentido lo mismo conmigo? ¿Alguna vez, quizá? Pasaron por mi lado y me miraron como el que mira a un desconocido pasar. Yo bajé la mirada y sonreí. Ellos también lo hicieron, pero por los niños. Me quedé rezagada, mirándoles, pensando en qué momento yo les fallé. Pensé en mi, por un momento. ¿Cuántas veces habrían querido que yo hubiese sido diferente? ¿Cuántas?

Vi a miles de conocidos en un día gris. Todos hacían su vida cotidiana y caminaban con lentitud hacia el estanque.No me di cuenta de que yo caminaba en el sentido contrario. No desentonaba en ningún lugar mi ausencia. Nadie parecía recordar mis gestos, ni me sonrisa; ni mi propio yo.

No recuerdo en qué momento comencé a correr. No recuerdo cuando la luz y todo lo que era yo misma se tornó grisáceo. No recuerdo tan siquiera las razones ni mis porqués. Simplemente corrí, corrí de aquel lugar, corrí lejos de todo aquello que significara algo. Corrí desesperadamente de lo que no tenía sentido, de mí misma. Borré aquella falsa sonrisa de mi cara, aquellos hoyuelos felices. Y corrí tanto que en algún momento llegué a desaparecer, y todo lo que yo era y fui desapareció de mí, olvidándolo todo. Volé, volé muy alto. Me sentía liviana. Me sentí nueva, en consonancia con todo lo que me rodeaba. Me sentí egoísta, torpe, asustada, cobarde. Pero todo cambió.

Abrí los ojos. Me desperté en mi cama, como otro día cualquiera, con la misma luz bordeando entre mis cortinas, y con las mismas sábanas pesadas de siempre.


Pero él estaba conmigo.