domingo, 20 de junio de 2010

Fragmentos




[...]
Me giré de mi asiento y miré a mi alrededor. Humo. Me quemaban los ojos, me escocían. Había algunos viejos jugando en las esquinas al póquer; otros borrachos bebiendo y otros hombres fumando y pasando el rato. Ni rastro de ninguna camarera, y dudaba mucho que pudiera llegar hasta la barra sin caerme.


De pronto, vi a una mujer singular pasearse entre las mesas del bar como si fuera su casa, sonriendo a los que allí bebían, mostrando su gran escote y contoneando sus caderas. Muchos podrían haber dicho que se trataba de una prostituta; pero yo bien sabía que no era así.

Había visto a aquella mujer, en algún lado. En alguna parte. Quizás fuera el brillo de sus ojos lo que más me llamó la atención; melancólico, fuerte, decidido, deseoso de seguir adelante y de poder superarse a sí misma.
Pero no quería hacerlo sola.
Ese brillo fue lo que me fascinó de ella. No era especialmente guapa, ni llamaba mucho la atención; pero aquellos ojos y aquella sonrisa fueron lo que me cautivaron aquella noche. Sólo aquella noche. Porque no habría ninguna más.

Y de pronto, ella reparó en mí.
Fue como si nos llamáramos, en silencio. Sonrió, o eso creí llegar a ver en su pálido rostro. Lentamente se acercó hasta mi mesa, y yo le asentí con aceptación para que se sentara. Pero no lo hizo.
– ¿Quieres que te traiga algo? Tienes mala cara – susurró, como un ángel, su voz era clara y profunda.
– Te lo agradecería.
Sabía que no hacía falta decirle más. Al poco rato volvió con una jarra de cerveza.
Se sentó a mi lado y, como leyéndome la mente, me tendió la jarra. Yo saqué la cartera, dispuesto a pagarle, pero no me dejó. Acarició mi mano, y sentí un escalofrío.
– No hace falta. A ésta invito yo.
– Vaya, gracias.
Estuvimos un rato en silencio, observando a la gente pasar, levantarse, entrar, fumar y beber. Ella, al poco rato, sacó un cigarrillo curioso, y lo encendió lentamente.
Y el humo que salió fue distinto. Especial. Se alzaba en espirales hacia el techo sobrio del bar, pesado y profundo, a la vez que liviano. Llevaba recuerdos, melodías, sensaciones… tan distinto y lúgubre a todos los que yo había olido, y no había olido pocos. ¿Hasta qué punto era distinta aquella mujer?
– No pensé que tú también fumaras.
– ¿Te molesta el humo? – dijo, casi con ironía.
– Al contrario, me gusta. Más que cualquier otro.
Ella sonrió. Seguramente estaría pensando que estaba tirándole los tejos, pero yo sólo decía la verdad.
– Eso dicen. No me preguntes porqué; yo sólo me limito a fumar. Y ahí está la clave.
No entendí muy bien su última frase, y ella pareció averiguarlo cuando me miró a los ojos.
– Oh vamos. No me mires así – susurró, y le dio otra calada al cigarrillo – En el fondo sabes de lo que te hablo. Mira este lugar. Está lleno de gente que está haciendo lo mismo que yo en estos momentos. La diferencia es que, en cada calada que doy, dejo un poco de mí. Yo fumo mientras pienso; ellos fuman mientras hacen cosas. Lo utilizan como un pasatiempo, piensan que no pueden vivir sin un cigarro más. Pero créeme, que ninguno de ellos reparará nunca en el humo que desprende su cigarro. Eso dice de una persona más de lo que te puedas llegar a imaginar.
– No te entiendo. – pero no era cierto, la entendía bien. Y ella lo sabía. Todo aquello era una metáfora.
– ¿Sabes porqué te gusta el humo de mi cigarro? – prosiguió ella.
– ¿Porqué?
– Porque desprende soledad. Melancolía. Porque fumo pensando en ello, cuando peor estoy. Y eso no es bueno, lo sé. Pero cuando no tienes a nadie, siempre tengo una caja de cigarros al lado dispuesto a escucharme y a llevar consigo mis penas. Créeme, mi mejor amiga es la soledad. Y la soledad se la lleva el humo.
– Habrá mil personas dispuestas a escuchar tus problemas. No hace falta que los ahogues en un humo enfermizo.
– ¿Enfermizo? ¿Por qué? Sabes, cuando yo me muera, o cuando desaparezca sin más, lo único que recordarán de mí será el humo de mi tabaco. Nadie me recordará. Nadie contará nada de mi. A nadie habré importado ni marcado. Sólo ese humo que se eleva. Porque ahí está todo lo que soy.
– ¿Y qué hay… de tus ojos?

[...]


Ella se miró en el espejo. Y yo la miré también.
¿Cómo sería el mundo ahora sin el brillo de sus ojos? ¿Por qué las cosas más bellas terminaban siempre por desaparecer?

– Tú... - susurré.
– No deberías entretenerte conmigo. Vete antes de que amanezca.
– Lo haré.
Y la abracé. No pude retenerme, y sé que ella también deseaba hacerlo.
La sentí tan cerca…tan cerca de mí. Todo su ser era cálido, su cabello negro era seguro. Quería tenerla allí, conmigo para siempre. Pero conmigo no estaría segura. Y no iba a permitir que nadie hiciera con ella lo que quisiera. No podía.
La miré.
La miré una última vez, y una última vez me enamoré de ella, y de aquel embriagador y agrio perfume de tabaco.
Se acabó. Nunca más lucharás sola.

Sólo recuerdo el sonido del disparo. Como una luz tenue viniendo de sus ojos, sombría, melancólica, triste… y a la vez sabia.
La sangre estalló como un suspiro enjaulado en el espejo donde ella se miró una última vez. Ya… ya era libre.
Ni de la vida, ni de la muerte, ni mía. De nadie.

No hay comentarios: