martes, 15 de junio de 2010

Otro cuento de hadas.


Érase una vez una joven niña, que corría por los verdes prados de las montañas, mirando al cielo, intentando olvidar.
Una niña que dejaba que sus cabellos dorados jugasen entre las ramas de los árboles, que miraba la luz del atardecer, que lloraba lágrimas de sangre.
Que no podía olvidar el dolor de su familia, de su pueblo.
Pero fue entonces cuando llego él.
El caballero de ojos azules, el príncipe de su reino.
La vio jugueteando con sus hermanos huérfanos; la vio sonreír en su más cierta oscuridad.
Se acercó a ella, la tomó del brazo, y le preguntó:
"¿Quién eres, pequeña, que tanto ansias volar y perdiste tus blancas alas de cristal?"
"No creo que a vos le interesa quién sea mi propio ser, pues hasta yo misma lo olvidé."
"¿Y porqué lo olvidaste?"
"No quiero sufrir más."
La joven le contó cómo había visto la muerte de sus padres, sin piedad, sin tolerancia, sin tupor. Sangre, dolor, destrucción. Y ellos se llevaron su inocencia y su infancia reflejada en una flor.
El príncipe se preguntó porqué no habían hecho nada sus padres, los reyes del reino. Porqué los soldados no habían aullado como lobos en una noche de luna llena tras su máximo pecado.
Se preguntó porqué tanta injusticia y a la vez… tan poco consuelo.
Y se sintió culpable de todo aquello cuando miró a la niña a los ojos y vio todo lo que le habían arrebatado de una sola vez…
Desde aquel día, se prometió una cosa.
Enseñó a la joven a soñar. La llevó a campos abiertos, le enseñó a leer las estrellas y su brillo.
Le enseñó a escuchar el bosque, a sonreír al ver el reflejo de la luz en los riachuelos y la luz otoñal de los árboles de hoja rojiza. Le enseñó a vivir, a ver la vida de otra manera, a seguir adelante, sin que nada le pesase.
Le enseñó a superar algo sin olvidarlo.
Sabía que estaba allí, presente, pero tenía que aprender a convivir con él. Y ella se sentía protegida por su mera presencia y su recuerdo.
Un día, el joven príncipe de ojos azules le dijo:
"Te quiero presentar en la corte. Que mis padres te conozcan. Que el reino entero sepan quién eres."
"No me aceptarán. Sólo soy una campesina. Nada que pueda interesar."
"Eres el ser más bello que he contemplado en toda mi existencia. Sólo que tú aún no has abierto tus ojos de luna de plata."
Más tarde la llevó a palacio. Sus padres la conocieron, el reino entero festejó con alegría la unión de ambos jóvenes.
Sin embargo, los reyes, miraban con ojos negros a la joven a la que su hijo amaba.
Con el tiempo, hubo muchas guerras por la ocupación del reino. Pero el príncipe liberó todas las batallas con presteza y agonía, saliendo airoso de todas ellas.
Hasta que un día, al príncipe lo hirieron de muerte y la pequeña princesa sin corona y sin sueños lo estuvo cuidando, amarga en sus sueños, en sus esperanzas.
"Si yo fuese guerrera…si yo pudiese protegerte…" Le dijo la joven.
"Yo soy el que tengo que protegerte a ti. A tu alma…"
"¿Por qué?"
Así que a la guerra siguiente, la princesa dejó a su amado en la habitación, dormido, cojió su armadura y se presentó al campo de batalla.
No para proteger a su reino, que tanto dolor le dio, si no para proteger a su amado, a su príncipe, a su sueño escondido.
Y cuando iban a clavar la espada en su corazón, dando final a su eterna amargura, él apareció allí, su caballero de ojos azules, interponiéndose entre la muerte y ella, el filo y la razón, lo eterno y lo real.
Dándole otra oportunidad de vivir, de verlo todo sin él…¿pero cómo, cuando sólo el mero brillo de sus ojos ya significaba lo inmortal para ella?
¿Qué iba a hacer cuando incluso muriese su recuerdo?

Y aquella noche llovieron rosas negras, que cubrieron el ataúd del príncipe de ojos azules, que fue llevado a una cámara bajo el castillo.
Allí, obligaron a encerrar a la princesa.
"Si tanto le amas, quédate con él hasta el fin de tus días."
La joven sabía que nunca había sido princesa. Que le habían obligado a quedarse allí sólo para que no reinase.
Que sus cenizas no contagiasen nada…

Y hoy en día sigue ella allí abajo, sentada en su silla de piedra, mirando su fúnebre ataúd de cristal, donde no podía ver los ojos de su príncipe…aquellos que le daban la vida.

Todos creían ver miles de diferencias entre ellos. Créeme cuando te digo que… ésa era la única que los separaba.

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