martes, 15 de junio de 2010

Far away.




Me desperté en mi cama, como otro día cualquiera, con la misma luz bordeando entre mis cortinas, y con las mismas sábanas pesadas de siempre. Me desperté deseosa, como siempre, de un café a medio acabar y escuchar insulsas conversaciones desde mi ventana de la cocina. Esperaba leves susurros. Y no oí nada. Me encontraba sola, en el salón, esperando que alguien llegase a casa. La cama de mis padres, tan bien hecha y con sus cojines por encima de la colcha, parecía decirme que no esperaban su regreso. Incluso los rincones parecían que me hablaban y me susurraban cosas inaudibles para mi. El mundo entero se movía lentamente y yo con él, pero todo parecía inmóvil a la vez, junto con la luz dorada del sol joven que bañaba cada rincón de mi casa vacía.

Pasaron horas. Y nadie llegó. Todo seguía en el mismo sitio y yo hacía las mismas cosas, con la misma melodía tardía del tic-tac del reloj antiguo. Cojí el móvil y marqué el número de él. No lo cojió. Mis padres tampoco lo hicieron.

Los libros también parecían abandonarme. Los abrí y sus letras se desvanecían hacia abajo como si de ríos de oscuras y profundas aguas se tratase, quedando páginas blancas y solas.Como queriéndome llevar con ellas. Cerré la tapa dura y me tumbé boca abajo en mi cama. Jamás había notado sábanas tan frías ni vaivén del viento tan desosegado. Me giré mil veces y mil veces me encontré incómoda. Me giré otras cientos y sólo encontré huecos entre mis sábanas incómodos y lúgubres. Me levanté, me vestí y ni siquiera me miré en el espejo. Quizás mis pelos de color de ceniza y mi cara de conformista espantase a cualquier ser vivo. O quizás fuese por esos pantalones deshilachados o esa camiseta descolorida que decían a gritos lo que ni yo misma me atrevía a decir sobre mi. Salí a la calle.

Mis oídos me engañaron. Escuchaba cada conversación ajena. Cada pensamiento del que se me cruzaba. Cabezas agachadas y sin aliento. Conversaciones que rozaban lo superfluo y lo subrealista. Me senté en un parque, tumbada sobre el césped, sintiéndome ajena a todo aquello, y gris, sobre todo gris, en comparación con un colorido y estridente lugar pintado a brochetazos muy leves.

Luego le vi. Le vi a él, junto a un pequeño estanque del parque, echando de comer a los peces. Su mano se movía con lentitud, y a la vez triste, como intentando alcanzar algo en el aire que no podía. Intentando ser mejor. Como desgarrándose por dentro. ¿Desde cuando había envejecido tanto? Y a su lado una mujer. No era demasiado bella ni demasiado especial, pero quizás le comprendía. Quizás ella dejaba de lado sus cosas por él. Quizás ella podía darlo todo sin pensar en las consecuencias. Quizás le atendía en todo momento. Quizás le quería tanto, demasiado, como nunca antes nadie lo había hecho. Quizás le dio todo lo que nadie pudo darle y le encontró un sitio en aquel mundo, cálido, y junto a ella. Y yo sabía que para él, eso era suficiente.

No sé si me vio. Me levanté despacio, caminé lentamente. Me pesaban los pies y un dolor incontenible se hacía más agudo en mi pecho. Las nubes que pasaban lentamente y parecían caer sobre mi. Yo no soy lo que nadie espera, me dije mil veces, como para convencerme de algo. No soy lo que nadie espera.

Caminando hacia el mismo estanque vi entonces a mis padres. Me quedé quieta. Sonreían como nunca les había visto hacerlo. Dos niños pequeñós correteaban a su alrededor y sonreían. Mi padre abrazó a uno de ellos y lo alzó por encima de su cabeza. Mi madre le abrazó por detrás. No sé quiénes eran esos niños. Ya no sé ni quién soy yo. ¿Alguna vez habrían sentido lo mismo conmigo? ¿Alguna vez, quizá? Pasaron por mi lado y me miraron como el que mira a un desconocido pasar. Yo bajé la mirada y sonreí. Ellos también lo hicieron, pero por los niños. Me quedé rezagada, mirándoles, pensando en qué momento yo les fallé. Pensé en mi, por un momento. ¿Cuántas veces habrían querido que yo hubiese sido diferente? ¿Cuántas?

Vi a miles de conocidos en un día gris. Todos hacían su vida cotidiana y caminaban con lentitud hacia el estanque.No me di cuenta de que yo caminaba en el sentido contrario. No desentonaba en ningún lugar mi ausencia. Nadie parecía recordar mis gestos, ni me sonrisa; ni mi propio yo.

No recuerdo en qué momento comencé a correr. No recuerdo cuando la luz y todo lo que era yo misma se tornó grisáceo. No recuerdo tan siquiera las razones ni mis porqués. Simplemente corrí, corrí de aquel lugar, corrí lejos de todo aquello que significara algo. Corrí desesperadamente de lo que no tenía sentido, de mí misma. Borré aquella falsa sonrisa de mi cara, aquellos hoyuelos felices. Y corrí tanto que en algún momento llegué a desaparecer, y todo lo que yo era y fui desapareció de mí, olvidándolo todo. Volé, volé muy alto. Me sentía liviana. Me sentí nueva, en consonancia con todo lo que me rodeaba. Me sentí egoísta, torpe, asustada, cobarde. Pero todo cambió.

Abrí los ojos. Me desperté en mi cama, como otro día cualquiera, con la misma luz bordeando entre mis cortinas, y con las mismas sábanas pesadas de siempre.


Pero él estaba conmigo.

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